Dice el diccionario de la RAE que la música es el “arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, de suerte que produzcan deleite, conmoviendo la sensibilidad, ya sea alegre, ya tristemente”. Sin embargo, hasta la invención de los medios de grabación y reproducción fonográficos, la única manera de fijar esos sonidos y hacerlos perdurar en el tiempo más allá del momento de su ejecución o interpretación ha sido la escritura. La partitura sigue siendo hoy en día el medio por el cual la gran mayoría de los compositores dejan reflejadas sus obras. La partitura contiene todas las instrucciones necesarias para dar vida a la obra musical tal y como ha sido concebida por el compositor.
Los compositores del renacimiento también escribieron su música en partituras, y se esforzaron en la mayoría de los casos para que sus obras se divulgasen y fuesen interpretadas en el mayor número de lugares y ocasiones posible. El maestro abulense Tomás Luis de Victoria no fue una excepción, y gracias a ello han llegado hasta nuestros días sus composiciones. Sin embargo, el lenguaje musical, la propia grafía y por supuesto los métodos editoriales han cambiado enormemente después de cuatro siglos. ¿Hasta qué punto reflejan las partituras que encontramos ahora lo contenido en las de la época original? ¿Ha cambiado la notación de una manera relevante? ¿Son trascendentales esos cambios en la música de Victoria?
Para responder a estas preguntas tendríamos que estudiar y comparar todas las diferentes partituras que han contenido música de Victoria a lo largo de los siglos, pero también analizar el contexto y las circunstancias dentro de las cuales la música fue concebida, creada, y después editada.
La música de Victoria está escrita en lo que conocemos como notación mensural blanca. Aunque es bastante parecida al sistema actual que aprendemos hoy en día en la escuela, algunas diferencias básicas hacen que esta notación sea en la práctica imposible de entender para la inmensa mayoría de cantantes o directores de coro. Esto plantea un problema fundamental con una doble vertiente: por una parte, los intérpretes no pueden leer la partitura tal y como fue escrita por el compositor, y, por otra parte, los editores que quieren sacar a la luz una partitura para el uso común tienen que transcribirla y adaptarla al sistema de notación actual.
Así el proceso de transcribir una partitura del renacimiento se asemeja al de traducir un texto a otro idioma: es un proceso incompleto e imperfecto por naturaleza, donde necesariamente se perderán información y matices del original, y donde el transcriptor, a igual que el traductor, tendrá que tomar difíciles decisiones sacrificando unas veces la fidelidad al texto primigenio y otras veces la facilidad de comprensión dentro del nuevo lenguaje.
Ente la notación mensural blanca y la notación actual existen algunas diferencias fundamentales. En aquella faltan los compases y las barras de compás tal y como los conocemos ahora, y son diferentes el uso de las alteraciones y el significado de las llamadas ligaduras. Además no existen indicaciones de tempo, de dinámica (más fuerte, más flojo), de agógica (más rápido, más lento) y de articulación y es distinta la disposición de las voces en los folios o páginas de la partitura. Generalmente son musicólogos especialistas en música del renacimiento los que se encargan de realizar estas transcripciones, muchos de los cuales además compaginan esta actividad con la praxis como directores de agrupaciones vocales e instrumentales. La mayoría de los directores y cantantes actuales tienen que apoyarse en estas transcripciones para hacer sus interpretaciones, aunque cada vez más a menudo los intérpretes interesados en la música de Victoria y otros compositores de su época profundizan y aprenden a leer la notación mensural blanca para así poder acercarse a la música leyéndola tal y como la dejó escrita el compositor. En todo caso, sin la gigante labor de transcripción de musicólogos como Proske, Felipe Pedrell o Higinio Anglés en el pasado y otros como Samuel Rubio o Bruno Turner en tiempos más cercanos, muchos coros, cantantes y directores no podrían haber accedido a la música del genial compositor abulense, y muchas de sus piezas no habrían tenido la difusión y la popularidad de la que han gozado hasta nuestros días.
Los editores y los intérpretes han de compartir su actitud de admiración y de servicio hacia la obra que están estudiando, no olvidando nunca que su verdadera función es desentrañar todos los detalles de la partitura original para hacer escuchar al público un resultado sonoro que sea lo más parecido posible a lo que el compositor concibió. Acabaremos con las palabras que Bruno Turner escribe al final de la introducción a su edición del Officium Defunctorum de Tomás Luís de Victoria:
“Esta gran obra maestra solamente puede ser presentada con respeto y humildad. El propósito de esta edición es mover a interpretaciones con el mismo espíritu, con dignidad y simplicidad”.