La producción musical de Tomás Luis de Victoria, como él mismo declaró, está consagrada al ejercicio del culto en la religión católica, y hace referencia a un ámbito de la cotidianeidad de los años en los que vivió muy específico. Alrededor de esta esfera musical que tan magistralmente cultivó, existieron innumerables desarrollos en los que la música tuvo un papel más o menos importante en diferentes ámbitos: religioso, político, civil, festivo, popular, bélico, comercial…
Cada vez es más demandado en los estudios musicológicos de tipo cultural la realización de los grandes marcos sobre los temas que estudiamos para entender cómo era cada complejo entramado y cada sistema cultural. Por eso resulta muy interesante acercarse a otras manifestaciones escénico-musicales con las que Victoria convivió y de las que escuchó hablar o en las que pudo participar, y con seguridad, formaron parte alguna de su vida.
Los estudios sobre el teatro del siglo XVII, con la reforma llamada de Lope de Vega y su Arte Nuevo de Hacer Comedias de 1609 [1], o la aparición de los primeros espectáculos de teatro musical [2], son muy abundantes, pero hasta hace pocos años no han empezado a estudiarse las décadas precedentes que, evidentemente, fueron el caldo de cultivo para que pudiese haber un detonante. Precisamente, esta es la época en la que vivió Victoria.
Muchos autores, al no identificar grandes tradiciones establecidas y delimitadas en ese periodo, no le dieron importancia y colocaron sobre la figura de Lope o Calderón todo el peso de una reforma, como si de una generación espontánea se tratase, impulsando la creación del mito y las figuras de los genios de Lope de Vega y Calderón de la Barca, con una producción, en el primer caso, que superaba el millar de comedias.
Estudios posteriores con perspectivas culturales han sabido recoger el rastro de los antecedentes a ese gran volcán creador que sin duda fueron nuestros poetas, pero que hoy es entendido con otra proporción, más relativista.
Hoy en día está más que aceptado que el siglo XVI en España fue un momento de enorme riqueza y desarrollo de las prácticas escénicas, con su correspondiente participación musical, y que fue de vital importancia para su catálisis posterior. Es importante hablar de prácticas escénicas y no de teatro, para entender la diversidad de formas y manifestaciones en las que se fraguaban los diferentes elementos constitutivos de los grandes espectáculos populares y cortesanos del XVII [3]. Por eso no podemos hablar de géneros fijos, o tradiciones estables ya que precisamente es un tiempo de experimentación y refinamiento de procesos que permitieron un siglo como el XVII en lo que al desarrollo teatral se refiere. El final del siglo XVI, en el que vivió nuestro abulense, es el laboratorio y campo de entrenamiento de lo que sería uno de los indiscutibles momentos y lugares con mayor difusión e importancia del teatro para una sociedad en la historia de la humanidad.
Un caldo de cultivo de calle y mixto
Como si de una sopa confusa e intermitente se tratase, durante todo el XVI podemos rastrear gran cantidad de los elementos que conformarán la puesta en escena de siglo XVII, pero van a aparecer sin un contexto delimitado. Al mismo tiempo, veremos cómo la utilización de la música en la práctica escénica también se va configurando, al principio sin normas fijas y siendo muy ecléctica, y después adoptando formas más concretas y convencionales.
En el entorno performativo de lo religioso, con el auto sacramental como pieza clave pero no única, ven un espacio para su aparición varios de los elementos centrales del teatro posterior y que darán como resultado, entre otros, la génesis de las primeras óperas nacionales. Como bien es sabido, la celebración de la festividad del Corpus Cristi, en toda la península, pero con especial temprano desarrollo en la corona de Aragón, tuvo un componente fundamental en el desarrollo de lo espectacular. La maquinaria, escenotecnia, escenógrafías y decorados fueron perfeccionados y recreados constantemente en este contexto. La utilización de carros (parece ser que introducidos por Lope de Rueda en Sevilla hacia 1530 [4], aunque existían otras formas previas), la utilización de títeres, gigantes, o las famosas tarascas practicables con efectos pirotécnicos, son claros impulsores de ese gusto por la complejidad en lo espectacular y por su uso como elemento competitivo y de ostentación frente a otras ciudades.
Pero estos elementos no pertenecían en exclusiva a la festividad del Corpus Cristi, ni si quiera a las representaciones de ámbito religioso. Sabemos que en no pocas ocasiones de marcado carácter civil y político, se ordenaron recrear fiestas “como las” del Corpus Cristi. Por ejemplo, esto ocurrió en 1528 con la entrada de Carlos I en Valencia, o en 1533 para la Emperatriz Isabel, su esposa. Esta práctica de uso de festejos “a modo de” los del Corpus, está documentada en Sevilla, Murcia, Calatayud, Toledo, Barcelona o Zaragoza [5]. Pero es que esta mezcolanza entre lo religioso y lo civil no era unidireccional, sino que, a pesar de ser una celebración de ámbito religioso, en el Corpus se pudieron ver procesiones con temas mitológicos, bailes de ninfas, o un recurrente hincapié en la representación del mundo de los demonios que poco o nada tenía que ver con la doctrina específicamente religiosa, pero sí con el gusto del público. Del mismo modo, en otras celebraciones diseñadas en exclusiva para las entradas de personajes ilustres y entregas de llaves de ciudades, se incluían elementos religiosos como parte fundamental del espectáculo, que servía para vincular la religión con la monarquía y el poder [6].
Es interesante no tomarse este tipo de prácticas como préstamos en este momento de desarrollo de los géneros espectaculares, ya que implicaría una definición de cada elemento, adscrito a una u otra esfera para su intercambio. Es más apropiado pensarlos como un reflejo de una sociedad moderna en formación, con gran mixtura de elementos en lucha por establecerse con el poder, a través de, entre otros elementos, los fastos públicos y privados.
Los testimonios musicales que nos han quedado sobre estos grandes montajes de calle son relativamente escasos, y sólo con suerte describen grupos instrumentales como gaitas, chirmías o percusiones, además de otros elementos del paisaje sonoro que aparecen citados como pitillos de barro llenos de agua soplados por niños [7].
La profesionalización del espectáculo
Otro de los grandes cambios que impulsó definitiva y contundentemente la aparición del teatro y la ópera en España en el XVII tal y como lo conocemos, fue su comercialización. El teatro deja de ser un asunto de aficionados o diletantes, cortesanos más o menos hábiles y persistentes, para convertirse en una profesión que requiere de trabajadores especializados y, por consiguiente, que puede alcanzar resultados más diversos y complejos.
Esta profesionalización vino impulsada en parte por el teatro religioso, que, tras el Concilio de Trento y sus consiguientes reformas de las prácticas escénicas sacras, prohíbe a los ordenados su praxis, así como “interrumpir los oficios para escenificar diversiones” [8].
También aparecen compañías antes de esta fecha, tanto en suelo peninsular, como provenientes de tierras italianas donde la tradición profesional de la Commedia dell´Arte estaba más asentada. Ganassa, un reputado actor italiano de este género llega a la península en 1574 para ponerse al servicio de la corte, pero décadas antes, en Valladolid, se habían presenciado representaciones de compañías italianas profesionales [9].
Victoria convivió con estas manifestaciones con total seguridad, pues en ocasiones eran eventos de unas dimensiones a las que eran imposibles escapar, con la invasión del espacio público de las ciudades a gran escala. Pero, ¿y dentro de los palacios de la Corte?
1 Enrique García Santo-Tomás, ed., Arte nuevo de hacer comedias (Madrid: Cátedra, 2009).
2 Louise K. Stein, «Opera and the Spanish Political Agenda», Acta musicológica, Vol. 63, Fasc. 2 (abril-diciembre, 1991): 125-167.
3 Ignacio López Alemany, Ilusión áulica e imaginación caballeresca en El Cortesano de Luis Milán (Chapel Hill: North Carolina University Press, 2013), 134-135.
4 Ignacio Arellano y J. Enrique Duarte, El auto sacramental (Madrid: el Laberinto, 2003), 11.
5 Teresa Ferrer Valls, «El espectáculo de la fe: manifestaciones religiosas de la fiesta pública en el siglo xvi», Criticón, 94-94 (2005), 123-125.
6 Ibíd., 126-127.
7 Arellano y Duarte, El auto sacramental, 30.
8 César Oliva y Francisco Torres Monreal, Historia Básica del Arte Escénico, (Madrid: Cátedra, 2006), 163.
9 Teresa Ferrer Valls, «Un espacio para el espectáculo: la Sala de Saraos del Palacio Real de Valladolid (1605)», Atlanta, 7, n2 (2019): 103.